lunes, 30 de septiembre de 2013

Atenas vs. Jerusalén.

   Atenas y Jerusalén fue un libro de Lev Chestov (de 1937), en el que la historia de la filosofía occidental se contemplaba como una monumental batalla consistente entre razón y fe.
   Pero ya antes se había venido ubicando al helenismo y al hebraísmo como las dos grandes columnas de la civilización occidental, que sería entonces un cruce entre esas dos culturas. La primera la ha proveído de la lente para ver las cosas como son y la segunda le ha facilitado ver lo que debería ser, según el anuncio de los profetas hebreos, con el énfasis en lo ético.
   Una de las culturas ha hecho prevalecer el sentido de la vista, y a la otra, el del oído. Estos dos son los sentidos superiores que dan origen a las artes: las visuales uno, las auditivas, el otro. El mundo griego se ha distinguido por la perfección de su obra escultórica y escénica. Por su parte, el énfasis en el oído por parte del hebraísmo ya se anunciaba en la oración central del Shemá Israel, que genera una creación eminentemente literaria.

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   La divergencia podría tener una raíz más profunda: mientras la vista capta en el espacio, la audición reside en el tiempo. Las dos mentadas culturas contrastarían porque, mientras una construye el espacio, la otra es una especie de arquitectura en el tiempo. Las culturas indoeuropea y semítica se han dedicado respectivamente una al espacio y otra al tiempo, una al ser y otra al devenir.
   El judaísmo habría fecundado así la filosofía clásica al colocar junto al logos la memoria, al plantear la prioridad de la responsabilidad sobre la libertad, al no supeditar el tiempo a la historia, ni la humanidad al progreso.
   El mundo en camino a la perfección que es el ideal del mesianismo judío, Hermann Cohen lo vería consumarse a la sazón en Alemania de principios del XX, que constituiría a sus ojos la patria espiritual de todos los judíos. Ya que la simbiosis judeo-helenística habría nutrido a la germanidad, y por lo tanto, el judío resultaría ser un alter ego del alemán, y dotaría a éste de raíces culturales. Según Cohen, el cristianismo, y su descendiente más prístino, el protestantismo alemán, serían derivados del judaísmo.
   Los textos de Cohen tuvieron como objeto más práctico enarbolar la causa germana durante la Gran Guerra y terminaron por su carácter germanófilo siendo refutado por otros pensadores judíos, Klatzkin, Scholem, incluso Buber en la reivindicación del sionismo, que obviaron su pensamiento posterior, más judaico.
   En la nómina de judíos modernos que cuestionaron el texto de Cohen, Jacques Derrida, setenta años después, lo analizó en un coloquio en Jerusalén. Partiendo de la raíz helénica del cristianismo, Derrida se centraría en el concepto de logos. En éste ve el sello de la mancomunidad judeohelénica, ésta en la que Cohen reconoció el linaje alemán.
   Ya, uno de los primeros objetos de análisis que Derrida habría realizado en obras previas habría sido el habla, que históricamente habría marginado a la palabra escrita. La tradición occidental, desde Platón, habría sido logocéntrica y favorecería el habla. De este modo, tendría escrito que el habla siempre fue central y natural en Occidente y, en contrapartida, la escritura fue marginal y artificial. Y aquí aporta una novedad en cuanto al contraste entre lo judaico y lo helénico. Porque una forma más de ese contraste sería en efecto, el vaivén entre los divergentes asedios que habría sufrido la palabra. Muy judaicamente entonces, Derrida emprendería en su obra el rescate de la palabra escrita.

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   Ora parecería que sólo una Europa animada al mismo tiempo por Atenas y Jerusalén podría ser realmente universal y deambular por el siglo XXI sin el espíritu de fracaso que anunciaban tantos críticos de la Modernidad.


Bibliografía:
Derrida, Jacques.- Kant, el judío, el alemán. Ed. Trotta. Madrid, 2004.
Mate, Reyes.- De Atenas a Jerusalén: pensadores judíos de la modernidad. Ed. Akal. Madrid, 1999.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El ideal griego.

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En la disyuntiva Atenas-Jerusalén tan presente en la civilización occidental, traemos una particularización de uno de los polos en la gran cultura alemana del novecento, porque ya hemos recalcado la dependencia con el otro polo [ver otras entradas cercanas en el blog].
Grecia actual no constituye ningún ideal, pero la Grecia Antigua representó en el siglo XIX, para la mayoría de los países europeos, un modelo privilegiado. Sin embargo en Alemania, el modelo griego pasó del estatuto de ejemplo a seguir de la era clásica al de ideal perdido en la era romántica.
Hölderlin fue uno de los representantes más sobresalientes de ese ‘helenismo romántico’, considerado como modelo por el idealismo alemán. Para él la principal virtud helénica fue la adecuación de cada cual consigo mismo por el reconocimiento lúcido y aprobatorio de la existencia humana. Pero divergiría con lo que propugnaría Nietzsche, que de joven preconizó un encuentro del arte alemán con el ideal griego, en relación con que la citada adecuación debía ser considerada como perteneciente a un pasado efímero y para siempre cumplido. Desde entonces, para el poeta, el hombre se habría perdido, estaría desposeído de su adecuación, de su coincidencia consigo mismo. El hombre habría perdido su lugar y su identidad propios. El hombre moderno estaría a sus ojos en duelo por él mismo y por su propia situación, errando en un mundo de ecos tanto más dolorosos cuanto que son a la vez muy sugerentes y carentes de origen, y conociendo así la peculiar tortura que consiste en ser constantemente interpelado, pero por nadie.
Posteriormente, en esa estela hönderliniana, la preocupación dominante de Heidegger sería un eco bastante directo de esa vieja querella del romanticismo y del idealismo alemanes. Ese eco, para él, no podría encontrarse en la experiencia presente y debería buscarse cerca de un pasado legendario o de un futuro igualmente problemático. Le valdría entonces el diagnóstico de Nietzsche, citado por Rosset: “…los alemanes: son de anteayer y de pasado mañana- todavía no tienen hoy”.
Y es que en Nietzsche, la verdad griega no sería solamente una verdad de ayer sino también de hoy y de mañana. La aceptación regocijante de uno mismo por sí mismo, ante y contra todo, que caracterizaba al espíritu griego, sería también la ley suprema de la felicidad así  como la ley del mayor logro estético. La fuerza griega fue haber asumido su condición efímera e incierta, haber aceptado una felicidad de vivir que no tiene sentido más que aquí y ahora. Esa fuerza definiría una locura, aquello que siempre Nietzsche llamará ‘lo dionisiaco’ -la vida en sus aspectos oscuros, instintivos, irracionales-.
Dionisiaco que, según él, se opondría literalmente al ideal romántico, ya que aquél amaría lo que a éste le repugnaba y rechazaría lo que éste llamaba con sus deseos.

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viernes, 20 de septiembre de 2013

M. H. vs. W. B.

"Existe, desde luego, un hospital al que puede retirarse con honor 
cualquier poeta malogrado como yo: la filosofía". 
F. Hölderlin
(“Carta a Neuffer” del 12 de Noviembre de 1798)



Morphing  Martin Heidegger vs. Walter Benjamin. 
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¿Es posible colocar ahora, frente a frente, a dos de los filósofos alemanes más representativos del siglo XX, cuyas perspectivas han marcado el desarrollo de la filosofía contemporánea?
Aunque más que confrontar sus respectivas obras, resultaría más interesante aún, descubrir los vínculos que nos permitan comprenderlas como pertenecientes a un mismo contexto socio-histórico y, por lo tanto, compartiendo un mismo horizonte de temas y problemáticas.

Así, por ejemplo, a partir de sus reflexiones en torno a la obra de arte, aunque tanto para Benjamin como para Heidegger, el arte se convirtió en un mero pretexto metodológico para plantear una serie de cuestiones que se han revelado finalmente como las que realmente les interesaban.
Si bien no ha quedado constancia de que ninguno de ambos pensadores tuviera acceso a las reflexiones del otro, sus respectivas aproximaciones a la naturaleza de la obra de arte compartirían, sin embargo, una serie de coincidencias que tal vez habría que atribuir al propio clima de confrontación ideológica que caracterizó a la época de su nacimiento. Como el propio Heidegger ha apuntado en varias ocasiones, para que pudiera existir una discrepancia es preciso que existiese previamente una cierta conformidad fundamental.
En el caso que nos ocupa la realidad sería, sin embargo, la contraria y la innegable relevancia de las coincidencias no sería sino la forma a través de la cual se manifestaría una radical divergencia de fondo. Si, en el nivel primario de consideración hermenéutica, se ha producido una coincidencia de perspectivas, éstas han nacido simplemente de la constatación de un hecho cultural, cual es, que el arte se había acabado convirtiendo en el último refugio de lo sacro frente a la insaciable voluntad de desvelamiento que caracterizaba al pensamiento científico ilustrado. Sin embargo en Benjamin, el arte muere de inanición en un mundo en donde instrumentalidad y expresión no tienen por qué resultar contradictorios, puesto que, realmente, desde un análisis materialista, no lo habían sido nunca a lo largo de la historia. Y en Heidegger esta consecuencia se manifiesta de una forma que podría aparecer contradictoria y que, finalmente, sólo es paradójica con su reivindicación de la función  oracular de la obra de arte, descabalgado al sujeto de su preeminencia creadora, el arte pasaría a ser el arte del ser por antonomasia.

Otra manera posible de abordar sus semejanzas y diferencias a propósito de ese límite incierto y arriesgado en el que la filosofía y la literatura se encuentran para crear una relación compleja y enriquecedora es, por ejemplo, a partir de los trabajos de Benjamin y Heidegger que fueron dedicados a interpretar la obra del poeta Friedrich Hölderlin.
Heidegger, al examinar la obra de Hölderlin que le permitiría comprender la pregunta por el Ser, encontrará en la esencia de la poesía, al igual que Benjamin, la determinación que igualaría el destino individual del poeta con el destino compartido de un pueblo y su vínculo con lo “teológico- político” [término usado por Benjamin en sus escritos].
Aunque, tal vez, habría que señalar que la diferencia entre el pensamiento de Benjamin y Heidegger al respecto, estribe en las consecuencias de estas proposiciones en el ámbito de la 'política', pues a partir de ello podemos descubrir los efectos políticos de su pensamiento filosófico, independientemente de sus posicionamientos ideológicos concretos.

No obstante, ambos pensadores, a pesar de sus grandes diferencias, comparten la consciencia de la crisis de nuestra cultura, ambos vuelven sobre el pasado para superar el presente, siendo entonces la ruptura de la tradición una exigencia, para una interrupcn de la historia, en el caso de W. Benjamin, como una condición para repensar el ser, en el caso de M. Heidegger.


lunes, 16 de septiembre de 2013

De la existencia desplazada.

Los malos sabios, los malos filósofos, son simplificadores: de que algo pueda ser verdadero, concluyen que aquello que no es verdadero es falso; de que algo pueda efectivamente existir, concluyen que lo que no existe no existe. Por eso, el verdadero sabio sabría tomar en consideración además lo que es verdadero, lo que es falso. Y el verdadero filósofo sabría tomar en consideración además de lo que existe, lo que no  existe.
El hombre es un condenado a la realidad. Y la ley general de la realidad atrapa a todo lo que existe. De acuerdo con Clément Rosset*, una definición de la existencia podría ser la fórmula de Parménides: “Lo que existe existe, lo que no existe no existe”. Definición [definire significa trazar fronteras] que sólo poseería sentido como delimitación. La existencia estaría, así, acotada, en relación con el tiempo, por los límites del pasado y del futuro y en relación con el espacio, por los límites del allende.
O como ha escrito Cioran [Ese maldito yo. Ed. Tusquets. Barcelona, 2002]: Exponerse a ser es condenarse a no ser ninguna otra cosa, por ello lo que no existe ofrecería quizás menos realidad pero también mucho más espacio que lo que existe.
Una manera de mixtificar el dictum parmenidiano consistiría en dotar al ser de una duplicidad que le permitiese ser lo que es y a la vez lo que no es. Que poseyera tal plasticidad que, sin dejar de ser el ser que es, ser también totalmente otro. Entonces el ser existiría, pero sería doble.
No obstante, continúa Rosset, el principal modo de tergiversar la fórmula de verdad enunciada por Parménides sería considerar que el ser es, pero el no-ser también es. Recordemos que Platón, en el Sofista, no nos ha dicho que lo que no existe exista, solamente que lo que no existe no deje de existir de alguna manera.
El tomar en consideración lo que no existe sería también principio general de toda locura, que consistiría, pues, en una existencia desplazada.

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Los griegos de la Antigüedad designaron a la locura como para-noïa, o sea como hiper-racionalismo, como exceso de razón. La razón de los locos no se limitaría a lo razonable, se adjudicaría asimismo el dominio de lo que no es razonable. Y esa razón sería, por tanto, superior a la de los sabios, ya que tomaría en consideración el dominio de lo que sería razonable y creíble, además del de lo que sería absurdo e increíble.
Convendría distinguir entre el gusto por lo irreal, definición misma de la locura, y el gusto por lo falso, por el artificio o por el engaño, a menudo sólo una variante del gusto por lo real. El gusto por lo falso traduciría un deseo de evocar facetas de lo verdadero, incluidos sus aspectos paradójicos. La ironía de lo falso, apunta Rosset, llegaría a sembrar la duda no ya de la verdad sino de la diferencia entre el objeto verdadero y el objeto falso.
El gusto por lo falso y el artificio podría ser el deseo de lanzar la existencia y revelar la esperanza de no verla volver más. Sin embargo, un verdadero gusto por lo irreal implicaría que el no-ser fuese una entidad independiente del ser y que poseyese cierta existencia particular así como una atracción propia.
Esta atracción por lo irreal en detrimento de lo real constituiría la mayor de las locuras propias de la humanidad. En la locura, la existencia sería admitida pero a condición de privarla de sus parámetros espacio-temporales, que serían los únicos que harían posible su acceso a la realidad.
Montaigne no sólo hubo señalado, como otros, el desorden de la mente humana, sino que hubo situado su principio en el funcionamiento de la mente misma, emancipada de las recomendaciones del cuerpo. La tesis clásica, si la mente patinase sería a causa del cuerpo, es la opuesta a Montaigne, según el cual, si la mente patinase sería a causa de la mente misma que ya no se dejaría guiar por el cuerpo. Sólo el hombre sería capaz de delirar, porque sólo el hombre dispondría de mente. La sabiduría de Montaigne, escribe Rosset, se opondría así punto por punto a la tesis  del racionalismo clásico. La imaginación no sería el efecto de una influencia del cuerpo sobre la mente, sino el efecto de una provocación del cuerpo por parte de la mente. Sería siempre la mente, cuando se extraviase, la que contaminaría al cuerpo.
En otro orden  de cosas, nada despertaría tanta pasión humana como un objeto que se presintiera que no existe. Como lo propio del deseo sería crecer conforme se aleja el objeto codiciado, la pasión absoluta consistiría evidentemente en codiciar un objeto absolutamente irreal. Toda persona apasionada poseería el don de transformar los bienes reales en imaginarios. En ese caso el objeto irreal se confundiría con el objeto pasional.

[by google]
 
Como paradigma límite de existencia desplazada, Rosset propugna, no sin ironía, al avaro, que lograría que un objeto se volviese totalmente inexistente. Porque la pura avaricia sería la alianza de un gusto excesivo por el dinero y, para mantener su cuantía, de una imposibilidad de gastarlo y, por ello, de sacar de él el menor beneficio. El avaro se convertiría a la sazón en el verdadero alquimista, sabría transformar los bienes reales en bienes imaginarios. Sería el único que habría logrado desmaterializar completamente la materia.

* vide Rosset, Clément.- Principios de locura y de sabiduría. Marbot Ediciones, Barcelona. 2008.