lunes, 7 de octubre de 2013

El espejo de la muerte.

El momento de la muerte, que somete la totalidad del cuerpo a las leyes de la mecánica, sería entonces, escribe Rosset, necesariamente el momento cómico por excelencia. El muerto sería eminentemente cómico si persistimos en hacer coincidir lo vivo y lo mecánico, si optamos por tratar al cuerpo muerto como el de un vivo que fingiera un considerable momento de inercia. Pace Lucrecio: ‘La máscara cae y la realidad aparece, como en la muerte’.

 
En otro orden de cosas, se podría considerar la imagen de un cadáver como una caricatura completamente lograda, porque llevaría a su término la empresa de reducción a la muerte que ya se gestaba en la imagen caricaturesca. La calavera, no la máscara funeraria, sería indudablemente la imagen del rostro reducido a cuerpo del que se refleja en el espejo de la muerte. Pero el caricaturizado, apunta Rosset, no estaría del todo muerto, aunque tampoco estaría del todo vivo, si bien no habría adquirido todavía la rigidez de la muerte, habría perdido lo esencial de la movilidad de la vida. Lo que caracterizaría a la caricatura sería el levantamiento de las falsas apariencias, como en una danza macabra.

 

‘¿Qué queda en esa imagen del cuerpo muerto?’ se pregunta Rosset. Quedaría el cuerpo. El estado de muerte habría respetado perfectamente las características físicas y no podría quejarse de ninguna alteración fraudulenta. Ese doble de uno mismo que ofrece su cadáver sería un doble perfecto, la imagen más fiel que pueda tenerse de uno mismo. No habría ninguna diferencia material entre un cuerpo vivo y un cuerpo recientemente fallecido. Ese cuerpo sería más que una imagen perfecta, pues no sería otro que sí mismo.

Sin embargo, el rechazo de nuestro cadáver como imagen de nosotros mismos, traduciría un rechazo general del cuerpo. El cadáver no sería la suma del cuerpo, sino su resto, su despojo: haría falta allí un elemento que estaba presente cuando estaba vivo y que ha desaparecido en el momento de la muerte. Ese elemento constituiría lo principal de la sustancia de la que están compuestos los fantasmas.
La creencia en la existencia de  los fantasmas sería entonces el fruto de una cierta lógica. Nada más necesario en efecto, si se desease mantener una diferencia entre el hombre y su cadáver, que la existencia de los fantasmas. Si en el hombre vivo habría algo que  no  existiría en el hombre muerto y si nada podría perderse en la naturaleza, sin duda sería preciso que ese algo que le faltaría al cadáver continuase existiendo en alguna parte. Luego habría en el espacio seres constituidos de esa sustancia de la que el cadáver ha sido despojado. Los fantasmas existirían.
De esa manera el enterrador podrá tomar el cuerpo, pero dejando de lado esa parte que no estaría muerta. Nunca enterraría al correspondiente fantasma. Lo que tendría además correspondencia con ese atávico terror a ser enterrado vivo.
No obstante, por encima de todo operaría la democracia de la muerte: la igualdad de los cadáveres consuela la desigualdad de los vivos.

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