miércoles, 23 de octubre de 2013

Las trampas de la felicidad.

Todo el mundo tiene interés por la felicidad.
Hay un cúmulo de asesoramientos sobre la felicidad.
Pero a pesar de todo, Daniel Kahneman sostiene que hay varios engaños o trampas de tipo cognitivo que hacen casi imposible pensar con claridad acerca de la felicidad.

La primera de esas añagazas es la reticencia a admitir la complejidad del término. Resulta que la palabra felicidad ya no es una palabra útil porque la aplicamos a demasiadas cosas diferentes. Hay un significado en particular al que podría restringirse, pero es algo a desechar porque tendremos que adoptar que la felicidad es más complicada de lo que es el bienestar.

El segundo embeleco es la confusión entre la experiencia y la memoria. En concreto entre estar contento en la vida y estar feliz con tu vida o valorar tu vida como feliz. Y estos son dos conceptos muy diferentes, y ambos están agrupados en la noción de felicidad.

Y la tercera engañifa, y esta es una trampa o ardid cognitivo fundamental, es la ilusión del enfoque. Consiste en el desafortunado hecho de que no podemos pensar en ninguna circunstancia que afecte al bienestar, sin distorsionar su importancia.
Es decir, es imposible no equivocarse.

lunes, 7 de octubre de 2013

El espejo de la muerte.

El momento de la muerte, que somete la totalidad del cuerpo a las leyes de la mecánica, sería entonces, escribe Rosset, necesariamente el momento cómico por excelencia. El muerto sería eminentemente cómico si persistimos en hacer coincidir lo vivo y lo mecánico, si optamos por tratar al cuerpo muerto como el de un vivo que fingiera un considerable momento de inercia. Pace Lucrecio: ‘La máscara cae y la realidad aparece, como en la muerte’.

 
En otro orden de cosas, se podría considerar la imagen de un cadáver como una caricatura completamente lograda, porque llevaría a su término la empresa de reducción a la muerte que ya se gestaba en la imagen caricaturesca. La calavera, no la máscara funeraria, sería indudablemente la imagen del rostro reducido a cuerpo del que se refleja en el espejo de la muerte. Pero el caricaturizado, apunta Rosset, no estaría del todo muerto, aunque tampoco estaría del todo vivo, si bien no habría adquirido todavía la rigidez de la muerte, habría perdido lo esencial de la movilidad de la vida. Lo que caracterizaría a la caricatura sería el levantamiento de las falsas apariencias, como en una danza macabra.

 

‘¿Qué queda en esa imagen del cuerpo muerto?’ se pregunta Rosset. Quedaría el cuerpo. El estado de muerte habría respetado perfectamente las características físicas y no podría quejarse de ninguna alteración fraudulenta. Ese doble de uno mismo que ofrece su cadáver sería un doble perfecto, la imagen más fiel que pueda tenerse de uno mismo. No habría ninguna diferencia material entre un cuerpo vivo y un cuerpo recientemente fallecido. Ese cuerpo sería más que una imagen perfecta, pues no sería otro que sí mismo.

Sin embargo, el rechazo de nuestro cadáver como imagen de nosotros mismos, traduciría un rechazo general del cuerpo. El cadáver no sería la suma del cuerpo, sino su resto, su despojo: haría falta allí un elemento que estaba presente cuando estaba vivo y que ha desaparecido en el momento de la muerte. Ese elemento constituiría lo principal de la sustancia de la que están compuestos los fantasmas.
La creencia en la existencia de  los fantasmas sería entonces el fruto de una cierta lógica. Nada más necesario en efecto, si se desease mantener una diferencia entre el hombre y su cadáver, que la existencia de los fantasmas. Si en el hombre vivo habría algo que  no  existiría en el hombre muerto y si nada podría perderse en la naturaleza, sin duda sería preciso que ese algo que le faltaría al cadáver continuase existiendo en alguna parte. Luego habría en el espacio seres constituidos de esa sustancia de la que el cadáver ha sido despojado. Los fantasmas existirían.
De esa manera el enterrador podrá tomar el cuerpo, pero dejando de lado esa parte que no estaría muerta. Nunca enterraría al correspondiente fantasma. Lo que tendría además correspondencia con ese atávico terror a ser enterrado vivo.
No obstante, por encima de todo operaría la democracia de la muerte: la igualdad de los cadáveres consuela la desigualdad de los vivos.

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martes, 1 de octubre de 2013

Acápite del codicilo judeo-helenístico.

Un cas à part.
[A partir de George Steiner].

Heidegger encarnó, no sólo los aspectos ciertamente complejos y heredados del nazismo -la Selva Negra, la cabaña, su vestimenta rústica, podrían haber llegado a simbolizar y significar un potencial renacimiento de la barbarie teutónica-, sino la orgullosa convicción de que el alemán, la lengua de los grandes filósofos, podría por sí sola (junto con el griego antiguo) exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. El patrimonio hebreo en la cultura occidental, tan vital para otros, jugó un papel casi inexistente en las fuentes de Heidegger.

Las líneas que relacionarían, en brillante precisión de las autoridades berlinesas, el ‘nazismo privado’ de Heidegger con los argumentos ontológicos y con las revisiones de otros filósofos, todavía no habrían sido dilucidadas con precisión responsable. En lo que no habría duda es en lo profundo de las implicaciones de Heidegger en la catástrofe alemana, en la gravedad de su caso y en las tácticas de evasión con las que se aseguró su estatus después de la guerra y en las que se erigió su encumbramiento.

Sus pronunciamientos sobre la ‘infección del judaísmo’ en la vida espiritual alemana, son anteriores a la ascensión de Hitler al poder. Los discursos que pronunció elogiando al régimen, su trascendente legitimidad y la misión del Führer, perduran en la ignominia, así como la decisión de un orgulloso Heidegger de reimprimirlos en su Introducción a la metafísica, famosa definición de los altos ideales del nacionalsocialismo. Otro apotegma, aún más célebre, ocurrió en una de las lecturas que Heidegger pronunció en Bremen, en la que equiparó la masacre de seres humanos, con la agricultura en serie y la tecnología moderna. Pero como la entrevista publicada por Der Spiegel aclaró meridianamente, Heidegger simplemente no estaba dispuesto a expresar cualquier opinión directa sobre la Shoah o sobre el papel que él desempeñó en el miasma retórico y espiritual del nazismo. Era un silencio formidablemente astuto.